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Autor: René Malgo / Samuel Rindlisbacher

¿Dónde puede encontrar amparo un creyente? Si nos aferramos a Jesús, que murió por nosotros en el madero de la cruz, podemos mirar adelante sin temor. Es necesario que nosotros, los cristianos protestantes, regresemos a la cruz y que una vez más lleguemos a ser “simples”, que no nos aferremos a nada más que a la “locura” de la Palabra de la Cruz (de la cual nos habla 1 Corintios 1:18).


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PE2355 – Estudio Bíblico
Volviendo a la Cruz (2ª parte)



Habíamos terminado el programa anterior viendo que el ser humano es incapaz de cumplir con el mandamiento de Dios, porque es pecador. Entonces, nos preguntamos: ¿Qué es pecado? Es la infracción consciente o inconsciente de la ley de Dios – ya sea a través de nuestros hechos, de nuestra omisión, o de nuestros pensamientos. Nadie puede mantenerse en pie delante de Dios. Nadie puede cumplir Sus mandamientos. Toda persona que sea juzgada según sus obras, ante el trono de juicio de Dios, merecerá el infierno.

Cuando Lutero aún era monje y erudito católico, reconoció muy bien que él nunca podría cumplir los mandamientos de Dios – por más que se esforzara. Él se castigaba a sí mismo, dormía en el piso frío, pasaba a veces hasta cinco horas por día en el confesionario, casi enloqueciendo con la idea de no poder agradar a Dios. Y Lutero no necesariamente era uno que se mordiera la lengua. A veces exclamaba palabras como: “¿Amar a Dios? ¡A veces Lo odio!” ¡Eso es fuerte! O: “A veces Cristo no me parece otra cosa que un juez enfurecido, quien viene a mí con una espada en la mano.” O: “¡Al diablo con Moisés!” Con estas palabras se refería a la ley. Sí, Lutero reconocía claramente que él no podía cumplir el estándar de Dios. Romanos 3:20 dice: “Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado”. Parecía que Lutero, en todo el sentido de la palabra, casi se estaba volviendo loco, hasta que comenzó a leer la carta a los romanos…

Y aquí entra en juego el evangelio, la buena nueva. Dios contrapone Su evangelio a nuestra incapacidad y perdición; Su perdón y salvación a nuestro pecado. Es el evangelio del que Pablo dice: “Porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree”. Este evangelio es un acontecimiento histórico. “A su tiempo” Cristo murió por los impíos. Dios se reveló a los humanos en Su Hijo eterno. Jesucristo, por medio de quien todas las cosas fueron creadas, llegó a ser hombre, nacido de una virgen, engendrado por el Espíritu Santo – y por eso Él no cargaba el pecado hereditario de Adán. Él, como totalmente Dios y totalmente humano, vivió una vida perfecta, sin pecado alguno. Él era el Mesías y rey de los judíos prometido en el Antiguo Testamento. Pero el pueblo de los judíos Lo rechazó. Él fue traicionado, torturado y clavado en la cruz. Pero, al tercer día después de Su muerte en la cruz, él se levantó de entre los muertos y con eso demostró que Él era el Hijo de Dios y que Él verdaderamente era el Mesías, el Redentor (como dice Romanos 1:4). Él ascendió al cielo y ahora está sentado a la diestra de Dios Padre y de allí regresará a la tierra para reinar en Israel.

Este evangelio también fue “testificado por la ley y los profetas” (nos dice Romaos 3:21). Fue predicho en la Biblia judía, el Antiguo Testamento. Los judíos podrían haberlo reconocido si hubieran leído y creído a la ley y los profetas (eso es el Antiguo Testamento). Así fue con el profeta Isaías, por ejemplo, quien en el año 700 antes de Cristo profetizó detalladamente Su camino de pasión y la razón de ese sufrimiento. O sea que esto significa que no fue coincidencia ni descuido, que el Hijo de Dios luego fuera clavado en una cruz. Si bien Él fue traicionado por los humanos, fue Dios mismo quien envió a Su único Hijo a la cruz.

Es justamente esa cruz la que revela la justicia de Dios. Porque allí los culpables pueden llegar a ser “justificados”, y luego ser absueltos en el juzgado divino. Eso es posible porque el justificado por la fe ha comprendido que otro, es decir Dios mismo en Jesucristo, se sienta en el banco de los acusados. Allí Jesús toma sobre Sí la culpa y el castigo del acusado en su totalidad. Ese hecho lleva a Pablo a llenarse de júbilo, al punto de decir: “¡Ninguna condenación hay para aquel que está en Cristo Jesús!”

Ahora, deberíamos tener claro que Dios no simplemente pasa algo por alto. Él no cierra los ojos y dice: adelante, pasado pisado; o simplemente hace la vista gorda. No, cuando Dios justifica al pecador, lo hace solamente por la única razón que Pablo enfatiza: “A Él [Jesucristo] Dios lo puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Ro. 3:25). Él único camino por el cual Dios justifica al pecador, es el camino que pasa por la cruz del Gólgota. Eso solamente es posible porque Jesucristo derramó Su sangre en la cruz y murió, tomando así el pecado del mundo sobre sí, cumpliendo las exigencias de un Dios santo. Solamente recibimos nuestra justificación, si tomamos este suceso personalmente para nosotros y creemos en él. Es más, nos escondemos en Jesucristo, como un niño busca protección del mal tiempo bajo la gabardina de su papá. Solamente si yo me escondo en Cristo, en aquello que Él hizo por mí en la cruz del Calvario, sólo entonces Dios me otorga Su protección de Su ira santa sobre los pecadores perdidos.

Viendo el evangelio de este modo, es un asunto legal: Cristo toma sobre Sí todos los pecados del pecador creyente. En contrapartida Él pone Su total justicia sobre el pecador. Ahora Dios ve al pecador, a través de Su Hijo, sin pecado. En lugar del pecador, el Hijo justo ya ha cargado con el castigo, y ha vencido a la muerte y al castigo a través de Su resurrección. Por eso, el pecador es reconciliado con Dios, es justificado delante de Dios y tiene vida eterna. ¡Ése es el poder de Dios en el evangelio!

En la cruz, Jesucristo cargó con el castigo que debería habernos tocado a nosotros. No podemos imaginarnos lo que eso significa y lo que Le puede haber costado. Fue tan grave que Jesús tuvo que exclamar en la cruz: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?” Pero Cristo bebió el cáliz hasta la última gota amarga, hasta que pudo exclamar: “¡Consumado es!” Y con la resurrección de Jesucristo, Dios proclamó, confirmó y selló el hecho de que este sacrificio de expiación vicario de Su Hijo es suficiente, y que Cristo pagó por los pecados de todas las personas que creen en él.

Dios sería injusto si Él no justificara a toda persona que cree en Cristo. Sería una negación de Su nombre, Su carácter, y Su propia justicia. Y ésa es la gran pregunta que tenemos nosotros los humanos: ¿Cómo puede Dios perdonar, y seguir siendo totalmente justo? ¿Cómo puede Dios, la instancia moral absoluta, justificar a un pecador? ¿Cómo puede Él, el Dios absolutamente justo y santo, aceptar a los pecadores, sin que al hacerlo se desvíe de Su propia norma de justicia y santidad?

La respuesta la encontramos, como hemos visto, en la cruz del Calvario. “A fin de que él [Dios] sea el justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús” (nos dice Romanos 3:26). Sí, en la cruz del Calvario se reveló tanto la verdad de Dios sobre el pecado (lo terrible y abominable que el mismo realmente es), como también fue satisfecha la justicia y la santidad de Dios. Cuando el Dios santo mismo se convirtió en humano, tomó sobre Sí el castigo por el pecado y pagó por éste con Su muerte, fue creada la salida completa para los pecadores.

Muchos cristianos quizás aún no hayan comprendido lo grande que esta buena noticia realmente es, lo segura que la redención realmente es. En la cruz, Dios no puso a un lado a la ley, sino que la cumplió en su totalidad. Cristo cargó en la cruz con la maldición de la ley, de modo que nosotros podamos recibir Su justicia.

Lutero llamó a esto el “intercambio alegre” y un “cambio verdaderamente desigual”: la justicia de Cristo contra nuestra injusticia. Eso muestra que la gracia de Dios no depende de nosotros, y por eso nunca la perderemos si creemos en Jesucristo. Y eso es lo que deberíamos recordar, y a lo que deberíamos aferrarnos una vez más en el año de la Reforma. Ninguna historia de sufrimiento debería estar tanto en nuestros corazones, como la cruz de Cristo, como enfatizó Lutero. Es más, deberíamos aferrarnos con todas nuestras fuerzas a Cristo y a Su cruz, y no confiar en nuestra propia justicia, nuestra propia astucia, o nuestro propio crecimiento en la santidad. ¡Todos nuestros pecados nos han sido perdonados!

Cristo lo es todo y la cruz es nuestra ancla. A eso queremos aferrarnos. Cuando el Jesucristo crucificado y resucitado se encuentra en el centro de nuestra vida, nos encontramos del lado seguro. Porque lo único que nos justifica delante de Dios es la fe en Jesucristo. Por eso, Pablo dijo: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”…, pues solo y únicamente somos “justificados… mediante la redención que es en Cristo Jesús”.

Normalmente todo cristiano creyente está de acuerdo en que no somos justificados en base a algo que hayamos hecho. Quizás por eso usted dirá que hace mucho ya que lo sabía. Pero, hay algo más que deberíamos tener en cuenta, y que olvidamos a menudo: tampoco somos justificados en base al grado de santidad que ya hayamos alcanzado. Dicho en otras palabras: tampoco somos justificados en base a lo que Cristo hace en nuestros corazones.
El Espíritu Santo actúa como prueba y prenda de nuestra salvación en nosotros, pero no es por eso que llegamos al cielo. Algunos cristianos tienden a pensar que ellos entrarán al cielo en base a lo que Jesús ha hecho en sus corazones. Eso no es cierto. Porque entonces se levantan preguntas de duda tales como: ¿Estaré haciendo lo suficiente? ¿Estaré orando lo suficiente? ¿Vivo lo suficiente en el Espíritu Santo? ¿Doy el amor suficiente? ¿Estaré odiando el pecado lo suficiente? ¿Será que en todo tengo la convicción teológica correcta? En otras palabras: ¿Será que Cristo ya ha hecho lo suficiente en mi corazón para que yo pueda entrar al cielo? ¿Habrá sido cambiado lo suficiente mi corazón, para que yo pueda entrar al cielo?

Uno de los criminales que estaba en la cruz al lado del Señor Jesús, entró al paraíso porque creyó. Él ya no tenía tiempo para dejar que Cristo o el Espíritu Santo obraran en su corazón. Él ya no tenía tiempo para profundizar su amor hacia las personas, de hacer una lista de oración, de leer más la Biblia, de ir puntualmente al culto, de desarrollar las convicciones de vida correctas, o de contribuir financieramente para la propagación del evangelio. Él entró al cielo solo y únicamente porque creyó.

¡Oh, qué lamentables son a menudo nuestros esfuerzos humanos! En la ciudad de Tréveris, Alemania, por ejemplo, se encuentra la Puerta Negra, una maravillosa puerta de la ciudad del tiempo romano. En ésta se hizo empotrar, en el año 1028, el monje bizantino Simón, proveniente de Sicilia, para así poder dedicarse a la oración y la contemplación sin ser molestado. ¿Será que las auto mortificaciones pueden ser el camino correcto para acercarse a Dios? ¡No! Es y sigue siendo solo y únicamente la gracia, en la persona y obra de Jesucristo, lo que nos salva, no el esfuerzo propio, ni el cumplimiento de reglas y leyes, o el orar y ayunar.

Es la fe que confía en que Dios se volvió hombre en Jesucristo; la fe que cuenta con que, en la cruz del Calvario, Jesús tomó sobre Sí nuestra culpa y, como castigo por el pecado, murió en nuestro lugar. Esto muestra que somos justificados a través de lo que fue hecho, desde afuera de nosotros, por nosotros. Entramos al cielo a través de lo que Jesucristo hizo. No entramos al cielo en base a lo que nosotros hacemos. Y según eso, tampoco llegamos al cielo por lo que Cristo hace en nuestros corazones, como enfatizó el profesor de Biblia Alistair Begg en su tiempo. Vamos al cielo porque ya todo fue hecho por nosotros. A los ojos de Dios, nuestro viejo hombre ya ha muerto; a los ojos de Dios ya no somos pecadores; a los ojos de Dios ya hemos resucitado a una nueva vida; a los ojos de Dios ya somos justos y santos – independientemente de si alguna vez tenemos un día bueno o un día malo. ¡Y todo eso sólo por gracia, sólo por la fe, sólo a través de Jesucristo!

Cuando el monje y erudito católico Martín Lutero se dio cuenta de esto, su vida cambio totalmente. Y comenzó lo que hoy conocemos como reforma protestante. Robert Charles Sproul explicó: “A partir del momento en que Lutero comprendió lo que Pablo explicó en la carta a los romanos, él fue una persona diferente. La carga de su pecado había sido quitada. Las terribles angustias habían llegado a su fin. Eso significó tanto para este hombre, que estuvo dispuesto a oponerse al Papa, al Concilio, a los príncipes y al emperador y, en caso de ser necesario, al mundo entero. Él había entrado por las puertas del paraíso, y no dejaría que ningún ser humano lo volviera a sacar de allí.” – Sea lo que fuere que suceda en su vida, aférrese, por favor, a la obra realizada una vez por todas por Jesucristo, y regrese una y otra vez a la cruz. No deje que lo saquen a tirones del paraíso, y confiese con Lutero: “Hasta ahora, por mi debilidad y maldad innatas, me ha sido imposible cumplir lo suficiente con las exigencias de Dios. Si no puedo creer que Dios, por Cristo, me perdona este quedarme atrás llorado diariamente, estoy perdido. Tengo que desesperar. Pero, no lo hago. No me cuelgo de un árbol como Judas, eso no. Me cuelgo del cuello, o del pie de Cristo, como la pecadora. Aunque quizás sea aún peor que ésta, me aferro a mi Señor. Entonces, Él le dice al Padre: ‘Padre, pero él se cuelga de Mí. ¿Qué hacemos? Yo morí por él. Deja que pase’. Ésa quiero que sea mi fe.”

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